FRÁGIL

Un día me rompí. Resbalé, caí y ¡me rompí! Quedé esparcido por el suelo hecho pedazos y, de un solo cepillado, acabé en el recogedor junto a tres pelusas grasientas y dos granos de maíz espachurrados. De ahí nos lanzaron sin piedad al cubo de basura. Después, todo quedó en silencio. ¡Con el estruendo que había armado unos segundos antes!

Yo era un buen tarro. Creía que me había ganado un puesto de confianza en aquella alacena, en aquella casa, con aquella familia. Pensé ingenuamente que tratarían de recomponerme. ¡Qué equivocado estaba! Algunos de mis añicos quedaron repartidos durante años entre los bajos de la nevera y de la lavadora, soportando un calor pegajoso y el incesante ronroneo mecánico.

Era un buen tarro. Robusto, espacioso y de un cristal excelente. Era la envidia de la despensa. Llegué trayendo unos deliciosos e imponentes pepinillos. Después me reutilizaron para guardar garbanzos, hojas de laurel y café. De éste último quedé algo tiznado e impregnado de un denso aroma que me costó mucho olvidar.

Imagen de Alina Kuptsova en Pixabay

Roto ya por siempre, comencé una andadura interminable. Del cubo al contenedor. De ahí a la planta de reciclaje. Iba perdiendo fragmentos en cada alto del camino. Ya en el vertedero, quedé solo, brillando, coronando una montaña de deshechos. Llamé la atención de un pájaro que con su pico me alzó por los aires, quizás para hacerme parte de su nido. Al fin iba a formar parte de algo, de nuevo.

Pero volví a resbalar. Y volví a caer. Esta vez al fondo del mar.

Tardé años en ser arrastrado a la orilla. 

Hoy estoy varado en una playa, entre piedras y trozos de azulejos. A veces, enredado entre algas secas. Esperando a que alguien me escoja.

Hoy soy sólo un fragmento de lo que fui.

Un buen tarro.  

Relato publicado en el número IV de la revista MADERA, Berlín, Marzo de 2018.

Siguiente
Siguiente

¿por qué me gusta tanto el ukelele?