llegar y triunfar (II parte)

ESTRACTO DEL CAPÍTULO III DEL LIBRO “PATAS ARRIBA, AVENTURAS DE UNA EMIGRANTE ESPAÑOLA EN BERLÍN”

Hoy es domingo y decido tomarme el turisteo con más calma. Entre que me he levantado tarde, me he duchado, desayunado con parsimonia y leído algunas de las guías de viaje que me regalaron mis padres, me han dado casi las cuatro de la tarde.

Me apetece salir a seguir explorando la ciudad pero cuando miro por la ventana veo que es ya noche cerrada. Vuelvo a comprobar la hora por si es más tarde. No, no son ni las 4 y ¡ya dan ganas de meterse en la cama otra vez! Algo tengo que comer, o cenar según se vea, y también he de bajar la basura. Me desperezo, me abrigo bien y salgo a la calle con mi bolsa de desperdicios. Busco un contenedor. La iluminación artificial es tan escasa que cuando ya llevo unos cuantos pasos comienzo a dudar de si no me lo habré pasado de largo, porque ya estaba dando la vuelta a la manzana y todavía no había visto ni uno. Continúo con la búsqueda. Ya he rodeado toda la cuadra y nada. Callejeo por todo el barrio y nada. ¡Menudo misterio! La zona en la que estoy no es comercial, apenas hay un par de restaurantes y bares que hoy, precisamente, están cerrados. No sé qué hacer. Dejarla en cualquier esquina no es opción, me sentiría mal. ¡Pero es que no encuentro un maldito contenedor!

Ya llevo casi una hora dando vueltas y me estoy desesperando. Al final de la calle en la que me encuentro veo un local iluminado, parece que está abierto. Allí que me dirijo dispuesta a preguntar qué narices hago con mis deshechos. Desde fuera parece una extraña mezcla de kiosko de chuches, supermercado y estanco. Más tarde me enteraría de que a este tipo de tiendas, del estilo 24/7, en Berlín se las conoce como “Spätis”. Aquí voy a encontrar la solución a este contratiempo como que me llamo Paloma.

Por aquel entonces no tenía smartphone y el diccionario de bolsillo se me había olvidado en el apartamento. Mi angustia me impedía recordar cómo se decía en alemán “tirar” y “basura”. Así que me tenía que buscar una manera creativa de hacerme entender. Me dirijo hacia el mostrador bolsa en mano y una vez frente a la tendera, levanto hasta la altura de la cara mis despojos plastificados. La cara de la mujer permaneció impasible. Bien, es de mentalidad abierta. Continúo. Señalo la bolsa, hago el gesto como de lanzarla por encima de mi cabeza y alzo los hombros y los brazos con las palmas de las manos hacia arriba acompañando este último ademán por la emisión de la palabra Wo? (¿Dónde?). La tendera no reacciona. Repito el procedimiento. Señalo la bolsa, hago como que la tiro, me pongo en actitud de pregunta y emito, en esta ocasión dos veces seguidas, Wo? Wo? mientras sacudo las manos. Cara de estupefacción de vuelta. Sudo. Estoy al borde de hacer pucheros. No me está entendiendo. Me voy a tener que comer mi propia mierda. Esto es demasiado para un domingo por la tarde y para llevar solo cuatro días aquí.

De repente, a la tendera se le ilumina parcialmente el rostro. Ach, ja! (¡Ah, sí!). Acababa de entenderlo todo. ¡Eureka! Se dice que en situaciones en las que el cuerpo siente peligro libera adrenalina para reaccionar eficazmente ante una emergencia. A mí el miedo a ser devorada por mis propios desperdicios me llevó a un estado de cuasi bilingüismo, porque entendí a la primera la explicación de aquella mujer: cada edificio dispone de sus propios contenedores de basura en el patio común.

Vuelvo al apartamento con la bolsa de basura y con un paquete de galletitas saladas para cenar. Pero ¡horror! Hay siete contenedores diferentes y la oscuridad no me permite leer para qué es cada uno. Estoy muy cansada. Lo tiro en el primero que pillo. Al abrirlo huele a azufre.

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